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sábado, 7 de julio de 2007

El Desorden


Cantarranas, la Plaza de Cantarranillas, siempre tuvo algo especial. Olor a derrota.
En el Alaska, snack bar, piano club, boite, sala de fiestas y lo que hiciera falta, la orquesta sindicada desde tiempos azules dio paso a la electrónica azul. Entre medias pasaron cosas; sardinas en vinagre del Cañas, dolores, fatigas, alegrías, conciertos de rock, tumultos a botellazos, fines de semana de gaupasa, conversaciones interminables a la luz de una farola, porros de Afganistán, cacheos contra la pared, los hermanos Bordini.

Languidecieron como pudieron músicos supervivientes, músicos trepas, músicos a secas o músicos a tiempo parcial; más o menos como la población en general.
En esa plazuela se cambiaron cromos, sellos, discos, tebeos, novelas, relojes, pirulas, condones y exprimidores. Artilugios de otros tiempos. Se compraban y vendían bicicletas, balones, revistas, canarios, monedas viejas, acerolas y barquillos. Todo empapado en el vino de las tabernas, el alcoholazo de los garitos, el humo de la fritanga, la megafonía precaria de los charlatanes que indefectiblemente, además de sus irrechazables ofertas, regalaban un bic de cuatro colores.
Luego, chino, chano, llegaron las pintadas, la policía, las potas de colores, la psiquiatrización de los disidentes, el gueto, la criminalización, la persecución, el cordón sanitario.

Llegó, también, que falta hacía, la diversión. Las calles adyacentes se sumaron a la fiesta antes de que llegara a la alcaldía la aleonada señorita Rottenmeier con la sana y natural intención de prohibir a la gente divertirse como salvajes sin decoro en vez de ir a los establecimientos hosteleros debidamente señalados, por las ordenanzas municipales, como aptos para el consumo público. Eso fue después, cuando la debacle.
En los amenes de los ochenta, en Cantarranas, el futuro no existía. Radio Caribú desapareció de los desvanes de la plaza. La lucha era a pie de calle. Una batalla contra nadie. Por el oxigeno. Por una cosa que entonces estaba muy de moda. Creo que lo llamaban libertad o algo así. Que emocionante ingenuidad. Hoy nos produce risa.

El puesto más avanzado de aquella ofensiva, inofensiva pero molesta, estaba en las narices mismas del enemigo. Pegandito al arzobispado Antonio plantó el Kaos. Aquello fue el terror. No solo Antonio, Javi y otros muchos que pasaron por aquella barra de combate se dedicaron a poner música subversiva y a hacer circular información inflamable impresa en camisetas sino que además tenían futbolín. Eso era más de lo que estaban dispuestos a permitir en el Vaticano. Cuando el Kaos ardió, después de años de singladura, no se encontró al culpable. Aún huele a incienso.

En ningún bar se formaron tantos grupos. Por allí pasaban a darle a los botellines y al palique Otxoa y sus huestes Kastigadoras, Redada, Parapléjicos, Acorazado Potemkin, Atake de Hemorroides y decenas de grupos más. Allí se fundó el CBR (colectivo de bandas de rock) posiblemente la mejor iniciativa cultural popular en decenios. Imperativo Legal, Baikal y Puagh fueron buque insignia de decenas de conciertos autogestionados. Hubo, por fin, un equipo de sonido colectivo. Todo un hito.
Aquella organización, casi perfecta, que llegó a tener en su órbita asociaciones cicloturistas, grupos de excursionistas (Sanabria mayormente), auténticos grupos de apoyo mutuo, aquel bareto de escasos cuarenta metros que puso patas arriba este valle pestilente, aquel prodigio de orden, fue banda sonora para la protesta más viva de una juventud ya entonces prematuramente asqueada de lo que se veía venir. La nada.

domingo, 10 de junio de 2007

Mamá, yo quiero ser bombero


En un castillo del siglo catorce con matacán defensivo (que será matacán), algo anterior al CBR, incluso al Kaos y a sus vecinos del arzobispado, en la década de los ochenta, (cielos, otra vez) que fue cualquier cosa menos prodigiosa, uno podía encontrarse, ciertas noches de verano en tierra de campos, triangulo de las Bermudas, una banda de rockabilly bailongo más que potable, cien por cien pucelana por mucho que a simple vista sus miembros parecieran recién salidos de un instituto de Nashville o, más probablemente, del cine La Rubia tras una sesión doble de los Wanderers.

El planeta se estremecía entonces sobrecogido ante el fenómeno “Grease”, (título que aquí tradujeron como “brillantina”, puede que por no utilizar la expresión más popular, “gomina”, debido a ciertas connotaciones coyuntural-situacionales francamente peyorativas) y John Travolta se convirtió, junto a Walesa y el papa, en uno de los personajes clave durante los últimos años de la guerra fría. Nadie había transmitido tan certeramente los valores del “american way of life” desde el Tío Gilito.

Apoyado el mensaje en auténticos himnos segregacionista-generacionales como “Rama-lama ding-dong” de Rocky Sharpe and the Replays, “Rockabilly rebel” de Matchbox o “Rockabilly Boggie” de Robert Gordon, entre otros, la herencia del General Lee llegaba a esta orilla del Pisuerga algo distorsionada, afortunadamente.

Algunos jóvenes españoles de los ochenta querían ser, o parecer, norteamericanos de los cincuenta, constato, que no opino. Supongo que por el “Cadillac” descapotable, los grupos de “doo-woop” (The Boopers, The Coasters, The Cliftones, Flamingos, The Platters), las pin-up girls, el bourbon con cocacola, las islas Hawai o las Harley Davidson.

En la submeseta norte, tan polvorienta, eso si, como esos poblados del middle-west a los que llegaban Spencer Tracy o Sidney Poitier, no estábamos dispuestos a perdernos aquello después de haber llegado a la revolución industrial un siglo tarde. Asi que mezclamos churras con merinas y si en Barcelona surgieron los Rebeldes y Loquillo, y en Madrid Rei Lui o Tennessee, aquí parimos a los Búfalos que tenían más gracia, eran tan chulos o más y tocaban aceptablemente por encima de la media “homologable”.

Cantaba, y bien, Jorge, un tenor del rocanrol con su inseparable chupa bicolor. A la batería Julio “Jou” Casas. Tuvieron algo parecido a un hit. Una canción optimista sobre un futuro oscuro con un estribillo pegajoso que costaba quitarse de encima. “Mamá, yo quiero ser bombero, eso mola cantidad, ir metiendo ruido por toda la ciudad”.
Una declaración de principios a ritmo rápido, con las baquetas pegando alternativamente en el aro de la caja. Danzad, danzad, malditos. Moved los zapatos siguiendo al bajo. Sábado en la noche, ya cobré. Beber y bailar, baby.

Aquellos rítmicos y divertidos Búfalos seguirían en la pradera de la música local en distintos grupos; The Dukes, Los Miembros…..

Puede que el mimetismo sea un arma de legítima defensa. Puede que un Castillo del siglo XIV sea un lugar anacrónico para una banda de los cincuenta inventada en los ochenta. Puede que todo sea parte del estimulante “pastiche postmoderno”. En cualquier caso los Búfalos nos hicieron pasar buenos ratos. Gracias, maestros.

Si no tenemos delta, ni Tom Sawyer, ni plantaciones de algodón se inventan. Igual que si no hay playa la traemos de Santander. Por imaginación que no quede. La leyenda del Pisuerga sin ir más lejos. Lo que nos faltaba, un alcalde sudista, pobre Catarro.

Tres aves marías por el eterno descanso de Mamie Van Doren, Scooty Moore y Bill Haley. ¿Acaso no matan a los caballos?. Pues eso.

jueves, 24 de mayo de 2007

Ramón y los Tigres Locos


“Ramón y los tigres locos” fueron, durante un período especialmente tenso, uno de los grupos más importantes de la ciudad. Tuvieron la mala suerte, no achacable en este caso a causas exógenas, de no llegar a existir. Como proyecto eran una bomba. Lideraba la banda, glosada incluso en el “Ruta 66”, nada menos que, como su propio nombre indica, Ramón. Ramón Isabel Carrión. Casi nadie al aparato. Ramón era, él solo, una big band. El flujo de ideas, antiideas y contraideas, que brotaban de su rapidez mental dejaba simplemente asombrado a cualquiera que quisiera escucharle. Musicalmente hablando, también en lo demás, era, como él decía, un liberal, liberol. Para saber que significa eso exactamente habría que preguntar al interesado. De la respuesta no me hago ni una idea lejana.

Varios lustros adelantado a su tiempo, varios cientos de kilómetros lejos de “el sitio apropiado”, Ramón, como tantos otros, convivió con los dueños de la finca a un precio caro. Muy caro. De vez en cuando aparecía con golpes y moratones. Siempre hubo valientes en la noche pucelana para dar una paliza “ejemplificadora” a quien meara fuera del tiesto, un tiesto muy pequeñito, que ni era tiesto ni ná.

A Ramón le toco hacer la mili en Valencia. No tendría nada de particular sino fuera porque coincidió con un tal Milans del Bosch al que le gustaba, jugando, sacar los tanques a la calle. Ramón estaba allí y cuando vio los carros salir de paseo por la ciudad pensó que, tal vez, aquellos tripis no estaban en buen estado.

Si había un concierto que mereciera la pena Ramón siempre estaba cerca. Tenía un olfato infalible. Lo seguirá teniendo supongo, aunque ahora, dicen, sale poco.
Lo suyo era el baile. Le recordaban en el viejo “Atomium”, en tiempos de Fradejas y “la juventud baila”, saliendo en “Aplauso”, por la tele, ya con el don de la ubicuidad.
Solo Ramón conseguía desdoblarse y estar, a la vez, en siete bares, tres conciertos y una fiesta, manteniendo seis conversaciones, leyendo el periódico de ayer y hablando por teléfono con alguien de Berlín. Una energía avasalladora. Un volcán de inquietudes.

Cuando Ramón vallisoletaneaba, en los ochenta y en los noventa, por los bares nocturnos más “connotados”, la fiesta estaba completa. Si no estaba se notaba.
Nunca le vi tocar ningún instrumento, ni escuche que cantara. Pero, vaya usted a saber porqué, era un musicazo.
Aquel tiempo pasado, de músicas, trasnoches y bohemias varias, en el que se desenvolvieron todas las bandas, grupos, formaciones y similares, que conformarían nuestra educación sentimental local, tuvo, como protagonista estelar, a Don Ramón Isabel Carrión. He dicho.

sábado, 7 de abril de 2007

El Padrino


El plomizo aburrimiento adolescente, un domingo domingoso, con cole al día siguiente, de pipas por la tarde en provincias, pongamos Valladolid, los ochenta, debería estar catalogado como plaga bíblica. Era aquella una sociedad de fútbol y fantasías imperiales, agotada por el pesado fardo de la “tradición”, reacia a cosas extranjeras o extranjerizantes. En definitiva, un lugar nada propicio para músicas y músicos que no integraran fanfarrias uniformadas o devotas cofradías.

Tenían los colegios de curas excelentes salas de música, más para enseñar a las visitas que para utilizar realmente, con todo tipo de instrumentos clásicos y modernos, incluidos amplis y guitarras eléctricas, piano, batería, bajo. Miguel Ángel Rodríguez, el mismísimo MAR, montaba, en los maristas, Jesucristo Superstar, aproximadamente en los tiempos en que Ramoncín, de quien decían fuentes indignas de ningún crédito había recorrido el paseo Zorrilla enseñando el culo por la ventanilla del coche, escandalizaba a los pucelanos, fácilmente escandalizables, actuando en el Teatro Valladolid, junto a la feria de muestras con sus WC. De ahí a la estándar oil, menos de diez años.
Casi una pequeña revolución de andar por casa; de los residuos del Franquismo a Tomás Rodríguez Bolaños, el alcalde de la FASA.

Los músicos, mientras tanto, a lo suyo, ensayar, tocar, divertirse. La Junta de Castilla y León organizaba “estivalias” con grupos recorriendo las provincias para “actuar” en sitios poco menos que inaccesibles, sin ninguna publicidad, sin infraestructura. Auténticos conciertos fantasma a los que no asistía nadie, injustificables, de los que cobraban, no poco, los equipos, los managers, y, por primera vez en cantidades que no fueran pura limosna, también los músicos.

El tipo clave en la mayoría de las programaciones musicales que hizo la junta durante aquellos “veranos locos” se llamaba Eduardo Pérez López. Un funcionario entonces, hoy ex, muy “listo”. Decidía que grupos tocaban para la junta, donde, cuando, como, con que equipo y por cuanto. Todo un poder creciente a ritmo de presupuesto.
De entrada, naturalmente por casualidad, un familiar suyo, muy cercano, empezó a alquilar equipos de sonido a la junta con sorprendente regularidad.
El paso siguiente fue hacerse manager de un grupo desconocido al que le llovieron los favores oficiales, los conciertos, los cachés altos, los porcentajes para el “bueno” de Eduardo que parte y reparte.

El grupo escogido, con el tiempo y un manager tan bien colocado como Eduardo, haría fortuna, mucha, muchísima, desencadenando todo un poder fáctico y económico, un autentico “holding” que florecería en el Felipismo y alcanzaría en la Aznaridad las más altas cimas de no se sabe muy bien que, aparte de hacer caja o de dar discursos desde el balcón del ayuntamiento junto a León de la Riva.
El nombre del grupo es hoy “marca registrada”: Los míticos, los legendarios, los imprescindibles, los emblemáticos…..Celtas Cortos.





Próximo estreno: Música, diputación y locutoras de la COPE

domingo, 25 de marzo de 2007

Intertextualizando


Comentario de: Victor Casado [Visitante] · http://losinnegables.com


Voy a aprovechar ahora que ya nadie mira esta página para escribir algunas cosas que no dejan de darme vueltas por la cabeza.

A Manolo siempre le recordaré en la alameda, junto al río, justo antes de una actuación. No recuerdo con quien tocaba. No recuerdo la fecha, pero le recuerdo perfectamente con sus gafas redondas, su media sonrisa y un brillo especial en la mirada.
Le recuerdo contándome la entrevista en la radio y como habían definido su música como “rock con un sonido algo sucio”…. ¿¡Un sonido “algo sucio”?¡…

Hay que tener en cuenta que estoy hablando de hace un porrón de años, en el final de los setenta, por aquella época mi grupo no había tenido un solo bolo, ensayábamos encima de un gallinero y sonábamos “sucio total”, (sonábamos como una lavadora descompensada en pleno centrifugado).

No me extraña esa media sonrisa de Manolo.

También le recuerdo en su casa, cuando vendía piezas y herrajes de batería, no sé si era representante de Tama o simplemente las pedía, el caso es que fui varias veces a su casa a comprar piezas: el pedal del bombo, el charles,…
-¿Por qué no enseñas a tu novia a tocar la batería?, yo le estoy enseñando a la mía a tocar el bajo… Podrían formar un grupo de chicas…-

Nunca enseñé a mi chica a tocar la batería.

La última vez que vi a Manolo fue en el 97 o el 98, yo estaba con Luís García, como siempre. Entramos en un bar a tomar algo y nos encontramos con Manolo y otros colegas que no recuerdo, nos saludamos y acabamos hablando de música. De qué si no.
Yo me encontraba bastante pedo y jodido, faltaba poco para que me marchara de Pucela y no tenia nada en la cabeza salvo alcohol y problemas.
Manolo me asaltó con un montón de proyectos. Me hablaba de secuenciadotes, ordenadores, grabaciones…nuevas tecnologías… proyectos y más proyectos… El estaba brillante y eufórico, con sus gafas de pasta tecnológica y yo solo podía escucharle. Acabe mi copa y me fui con Luís a otro bar. A seguir.

Meses después dejé Valladolid y no volví a ver a Manolo.
O eso pensaba yo…

En las navidades del 2004 volví para ver a la familia, y una mañana estaba en la parada de la Fuente Dorada, esperando el autobús para volver a casa
Para un autobús de otra línea y me encuentro, al otro lado del cristal y a un metro de distancia a una persona que se parece a Manolo, pero sin gafas, seco, con el aspecto huraño y esquivo de alguien que no … no se como explicarlo…
Me miró un momento, no hizo ningún gesto, yo tampoco.

¿Manolo Trujillo?. No, no era él. No puede ser él.

En el 2006 me encontré la noticia de su muerte, … llegue hasta el final de la reseña y abrí la última crónica del Norte… Me dio un vuelco el corazón.

Era él. La persona que vi en el autobús era él.
Ahora se donde terminaron todos sus proyectos, todas sus ideas. Ahora sé que la persona que vi a la fría luz de un sol de invierno, era él.


Esa “bendita” ciudad te hace huir o te destroza.
Manolo siempre fue delante y de cara, eso se paga en Valladolid…

Yo, de todas formas le recordaré con sus gafas tipo Lennon, con su media sonrisa y un brillo irónico en los ojos mientras me dice: “un sonido algo sucio”.

Yo ya me he acabado el tercer güisqui y no me queda nada más que decir.
Si alguien lee esto que tenga buena suerte y que se cuide, en Valladolid puede hacer mucho frío.

Un saludo Víctor Casado.


de: http://cylcultural.org/ladrilio/index.php/2006/12/13/manolo_trujillo_genio_y_locura

jueves, 8 de marzo de 2007

Pucela blues


El colectivo de músicos llamado “estandar oil”, allá por el 85, reunió a la inmensa mayoría de grupos, o similares, que estaban en activo en la ciudad. No eran tantos todavía, alrededor de una docena o poco más. La cosa tuvo su guasa y acabó tristemente.

La iniciativa fue de Paco Alvarado, Paquillo, entonces en “los Inalterables”, supongo que en compañía de otros, como Rafa Chail, Charly o Manolo perdido, con el respaldo, en promesas y en dinero, de Posadas, es decir el ayuntamiento. Aquello parecía tener muy buena pinta para un observador ignorante de la tramoya del asunto. Juntos, los grupos, podían autogestionarse, crear una infraestructura común, establecer redes, aprender, relacionarse. Duró poco. El enemigo estaba en casa. La mayoría de los grupos que participaron en aquello no se enteraron de la misa la mitad. Los “veteranos”, como en la más tópica de las milis, llevaban el chiringuito; la cuenta corriente y la agenda.
La oficina, dividida en dos plantas, up and down, en un edificio noble del centro, frente al cine Lope de Vega, ya daba una idea de lo que sería aquello. En la de abajo los músicos. En la de arriba los empresarios; el colectivo seis. Metafórico.

El colectivo seis era una sociedad de hosteleros y promotores de conciertos como actividad declarada y confesable. La gente del Hippo y satélites. El hombre fuerte era Manolo Perdido, Manolo Swing o Manolo “alacrán”. Aún mantenía su faceta de músico lo que le daba la oportunidad de estar en las dos plantas a la vez; en misa y repicando. Manolo, ya entonces, tenía un lucrativo equipo de sonido que alquilaba a muchos de los grupos de la Estándar oil, además de a los organizadores de saraos que se organizaban en el Hippo, Paseo Zorrilla, junto a Goher Shop, la tienda de discos más surtida de la época antes de que llegaran Foxy o Charlie Blues. Para los habitantes de la planta superior aquello era un chollo. Tenían, al alcance de la mano, para sus garitos y para sus negocios, a todos los grupos. La mayoría estaban formados por chavales nuevos con diez o quince años menos que aquella panda de lobos de diente retorcido para los que fue fácil tangar a los ingenuos músicos del piso de abajo.

Antes del final anunciado hubo sabrosos episodios. Paquillo era el baranda de aquello en los primeros tiempos. Lideraba, o algo parecido, algunos no se dejaban, a esos que, por haber grabado el Valladolid 83, o tomar copas en el Landó, ya eran estrellas indiscutibles del rock y reyes del pollo frito. Pretendían, sin mucho disimulo, utilizar a los demás de comparsas; una cantera de teloneros.
“Ellos”, los que estaban de vuelta antes de haber ido a ningún sitio, eran los buenos, los profesionales. Los otros eran la tropa, los machacas. Se discutía de caches y privilegios, se establecían continuas diferencias. Había clases. Incluso estuvieron a punto de censurar a grupos: Últimos resquicios y Predestinados, en la maqueta que se editó (con dinero publico, por supuesto) por falta de “calidad”. Daban una mala “imagen” de cara al “exterior”. En esos grupos que, se llegó a votar, estuvieron a punto de quedarse fuera de la grabación, tocaban Nilo Gallego, una bomba ya entonces, Cesar Parrado, (con el tiempo cantante de Rosas en Blanco y negro, Bitter fix y otros inventos), Oscar Vizán, el Vena. Tenían quince o dieciséis años y los “figuras” ya les decían que la grabación era “muy mala” y poco “profesional”. En realidad temían que sus grandes canciones inatacables y definitivas para el pop mundial compartieran soporte con “aficionados” y oyentes poco avezados no tuvieran la capacidad de distinguir el grano de la paja.

Cuando el gallinero se revolvió contra los abusos más evidentes la cosa se puso fea para según quien. Paquillo, Alvarado, hasta entonces voz cantante del invento, fue “apartado” de la “dirección” por una votación de los grupos en pleno. No le gustó, lo consideró injusto, él, que tanto se había sacrificado. Así que pensó que era buena idea coger el dinero de la cuenta y darse el piro. Dicho y hecho. En el contestador de la oficina dejó grabados mensajes inolvidables, con música de fondo, en los que decía que, además de llevarse la pasta, se iba a Brasil a matar al presidente y bobadas parecidas.
La cantidad que se llevó solo la conocieron quienes tenían acceso a la cuenta; los elegidos de la oficina de arriba. Ocultaron todo. No dijeron nada a los miembros del colectivo sobre los movimientos bancarios. Nunca supimos cuanto trincó Paquillo.
No sería mucho, eso seguro, pero era todo lo que había. Paquillo tardaría muchos años en volver a aparecer por la ciudad intentando vender la misma moto. Que tenacidad.
Lo que si supimos es que, sin Paquillo de sherif, Posadas, retiraba casi totalmente el apoyo de la concejalía de cultura. El tal apoyo no era para tirar cohetes pero daba para pagar la oficina. El episodio del dinero y Alvarado no influyó, sin embargo, en la desaparición de la Estandar Oil. Después de editar un folleto y una maqueta aquello comenzaba a avanzar.

Manolo Trujillo, por entonces con Raimundo, May y Agustín, en UA, luego Bit 32, organizó clases de música en la propia oficina. Creo que Juan Carlos Martín, de qloaca letal al Corsario pasando por Replicantes, un músico respetado por todos, de formación sólida y trato amable, fue uno de los profesores. Ver solfeando a los miembros de las tribus en los sillones de la oficina se quedó para siempre en la retina de muchos como una imagen de lo que pudo haber sido y no fue.

El conflicto real, aunque escondido, era económico, claro. Tras la retirada del apoyo por parte de la concejalía de cultura aparecieron las ayudas, mínimas pero eficaces, de la diputación; Pedro Mencía era quien se encargaba de tales asuntos. Lo inmediato, para los grupos, era hacerse con una infraestructura propia. La mayor parte de los caches que se cobraban iban a parar directamente a quienes alquilaban equipos de sonido. Es decir, casi en exclusiva, a Manolo. Todos los grupos se veían obligados a pasar por taquilla, a pagar el impuesto “revolucionario”. En un mercado libre no hay nada que oponer. Ofrecía un servicio y cobraba, hasta ahí todo normal. Lo que no fue tan normal es que movilizara a todos sus peones, Juan perdido, Sendino, y compañía, incrustados en la estándar pero con juego a dos barajas, a los que recompensaría con creces en el futuro, para atacar y destruir la estándar oil, cosa que consiguieron, a partir del momento en que los socios del colectivo llegaron a entender, como lógico y necesario comprar, entre todos, un equipo de sonido que abarataría los caches y permitiría algo parecido a la independencia respecto a los de “arriba”, el colectivo seis, el “Alacrán”. Cinco minutos después de hacer la propuesta se cerraba la oficina y la estándar oil pasaba a la pequeña intrahistoria de la ciudad.

El equipo de Manolo seguiría teniendo el trabajo y los beneficios asegurados hasta que se convirtieran en cientos de millones, camiones, decenas de empleados, naves, ingeniería financiera, yenes. Los músicos perdieron la oportunidad de organizarse y con su espalda, su dinero, su trabajo y su ilusión, financiaron en parte, a la fuerza, el milagro económico del Alacrán. La ciudad perdió aun más. Pero ni entonces ni ahora se daba cuenta. Ya despertará. Antes o después.


No se vayan. Aun hay más. Proximamente en sus pantallas.

viernes, 2 de marzo de 2007

exposiciones, memorias y mentiras


En días como estos, en los que la casa de cultura municipal expone su particular visión, a vista de gaviota, de una época, tirar del ovillo hacia atrás resulta ilustrativo.
Dos personas no recuerdan un mismo hecho igual. Sin embargo la suma de todas las memorias posibles se aproxima bastante a la realidad: “lo que pasaba”.
“Lo que pasaba” es importante para la comprensión del presente. El hoy establecido basa sus privilegios en un ayer inventado, puro cartón piedra. En la música y en todo.

La provincia, esta también, tiene sus propias reglas detrás de los visillos que se mueven solos al oír unos pasos en el empedrado. El cruce de las miradas esquivas, el rebote a siete bandas del más mínimo comentario, la deformación de la información, el pánico a la medieval, pero en uso, tacha de “menos valer”. La actuación colectiva, interiorizada por cada individuo, en un alarde de conductismo, se sincroniza sola, como en Sicilia, como en Córcega. Todos saben. Nadie habla. A quien hay que elogiar, a quien hay que negar, quien es un apestado, quien es de buena familia. Solo el esfuerzo común de muchas personas, sin identidades, sin pasado autorizado, la fusilada y fusilable, sociedad civil, hizo posible el acceso de la ciudad, durante momentos mas o menos intensos, mas o menos intermitentes, a algo parecido a eso que llaman normalidad democrática.

Los chavales de los grupos, como es natural, estaban muy lejos de cualquier planteamiento sobre su actividad que no fuera inmediato, lo más lejano el sábado siguiente. Se hablaba de cosas de las que se desconocía prácticamente todo, se pronunciaban extraños nombres en inglés, se recorrían bares y ritos iniciáticos, se crecía al son de nuevos tambores.
Los contactos entre jóvenes para “hacer un grupo”, implicaba, más que al “grupo”, al “hacer”. Como forma de socialización, como forma de relación con el medio, como aprendizaje, como pedagogía, era al fin y al cabo, una buena idea. En el peor de los casos representaba una manera de juntarse con amigos y beber unas cervezas.
Las alternativas eran pocas, el asociacionismo, en principio pujante, después jivarizado, estaba naciendo. Lo más importante para los que participaron es que, siempre, o casi, fue muy divertido.
De momento iban pasando los músicos y aprendices por la tiendas de Cris, Jose Electrónica o Herguedas a probar cacharros nuevos, a ver revistas de instrumentos, a poner un anuncio. Actuaron en la ciudad músicos de un nivel como nunca antes se había visto; Art Blakey, Ron Carter o los hermanos Marsalys, pasaron por Huerta del Rey en una programación municipal espléndida que iría a peor con el tiempo. Llenaban Serrat, los ilegales, Silvio Rodríguez y Pablo Milanes. Los grupos de la “movida” madrileña, las hornadas irritantes y similares, juntaban algunos cientos de personas. Los grupos locales algunas decenas. Crónica negra, Doping, Primitive, Objetivo perdido, y otros, compartieron escenarios con muchos de los nombres “clave” de aquel invento: Radio Futura, la Mode, Alaska, Polansky y el ardor, el Aviador Dro.
La fabricación de estrellas caseras no daba para provincias y Alaska, el zurdo, Servando Carballar y otros de jaez parecido, fueron los capitalizadotes de una “marca registrada” que como casi todas no era más que humo, un bluff lucrativo. Ahora Alaska dice que Jiménez Losantos es un amor. Hoy por hoy el rocanrol local y la mañana de la cope se entrelazan más que nunca en una película de terror de serie b.

En la Pérgola del campo grande, como setenta años antes en el teatro Pradera, había espectáculos. Sería un escenario habitual en los años siguientes. Puede que aquel día tocaran “Vibraciones”. Cantaba Víctor antes de emigrar. A la guitarra Carlos. El bajista era…¿Goyo?, a los timbales Ercilla. Como tantos otros grupos desaparecerían pronto.
La fugacidad sería una característica de muchas formaciones. Otras apuestas fueron más sólidas. Los Crom se tiraron al ruedo en 1983. Grabaron un par de discos, tocaron mucho, salieron en las revistas especializadas y sonaron en los programas preceptivos, el Pirata y compañía. Mimi y Deni a las guitarras, Luís al bajo, Gabi a la batería y David Gadea como impagable documentalista, aportador de un torrente de información e ideas abrumador, fueron, sin ningún cambio, la formación desde el primer hasta el último concierto. Acero para una era. Todos lo dejarían y solo Luís Gadea continuaría en el ajo algunos años más. Grabaron en Baleares en un estudio de primer nivel internacional en una experiencia para ellos inolvidable. Anduvieron cerca de eso que llaman éxito. Afortunadamente para ellos no les llegó y siguieron siendo anónimas personas normales. Su primera grabación fue para la maqueta de la estándar oil.
Pero eso, es otra historia.


Permanezcan atentos a sus pantallas

En la foto: Crom en la plaza mayor de Valladolid. 1984.

jueves, 1 de marzo de 2007

Son solo negocios, nada personal


En las Delicias, al otro lado de la vía de Berlín, en Pajarillos, en La Victoria, en San Pedro, en La Rubia, los locales de ensayo hervían estimulados por las nuevas posibilidades todavía sin valorar: presuntos públicos, escenarios de madera, altavoces.
El negocio arrancaba; vender guitarras eléctricas, amplificadores, pedales, teclados, baterías, bajos, cables, cuerdas, parches, alquilar equipos de sonido y luces, salas y transportes. Alcohol y drogas.
Eran los primeros pasos hacía los cachés multimillonarios que vendrían solo unos años más tarde, cuando las vacas gordas, las giras internacionales, los funcionarios de la junta metidos a empresarios privilegiados, los camiones de material surcando el imperio, el fallido asalto al estado, el saqueo del dinero público, las chispeantes fotos de los “famosos músicos” con el alcalde o el presidente de la junta; la Aznaridad.

La fase inicial, recién llegados los socialistas al gobierno, llenaba las carreteras de la comarca de furgonetas nocturnas en el famoso camino a ninguna parte. La idea de llevar a todos los rincones las nuevas expresiones urbanas era excelente. La puesta en práctica fue un desastre. Aún así, se vivieron momentos en los que se venteaba algo parecido a eso que llaman libertad. Los ocupantes de aquellos vehículos volantes inidentificables, alegres chicos embarcados en una alegre aventura, recordaban lejanamente, a las misiones pedagógicas republicanas. Lejanamente.

Lo que entonces se entendía por “concierto de rock” solía estar más cerca del akelarre o de las sesiones de espiritismo que de un espectáculo musical tal y como se entiende ahora. Que todo sonara, estuvieran los músicos en estado de revista y hubiera algo que pudiera llamarse público, era un verdadero milagro que, como tal, rara vez se producía.
Todo era nuevo para todos. ¿Cuando sonó por primera vez una guitarra eléctrica en el valle del Esgueva, en la Ribera del Duero, en Tierra de campos? Cuestión de futuros antropólogos. Lo que si sabemos es que por esa época las instituciones empezaban a tirar migajas: La junta, los ayuntamientos, la diputación. Lo “público”, factor hasta entonces desconocido, intentó aliviar, algo, la asfixiante situación de una ciudad a merced de una iniciativa privada dispuesta a invertir en mantener las aguas en su cauce, debidamente ayudada por los variopintos habitantes de las “cloacas”.

La poesía se canta. La tradición oral es la máxima expresión de la cultura popular incluso en las sociedades en las que se valora mucho más el silencio y determinadas cosas hay que hablarlas “bajito”; las paredes oyen. Decenas de grupos, que se convertirían en cientos en pocos años, escribieron miles de canciones que se han cantado, más o menos fugazmente, en fiestas, garitos, descampados, castillos, saraos, bodas, celebraciones, homenajes, actos electorales, eventos deportivos, farras y pasacalles. Estudiar esa literatura sería, además de difícil, clarificador. Condensaría y ayudaría a entender, suponiendo que eso tenga algún interés, que lo tiene e innegable, las aspiraciones, las frustraciones, las obsesiones, las carencias y los aciertos de la generación que estrenaba eso, entonces tan raro y extraño, de la democracia.

Los que no estaban por la labor despreciaban abiertamente, siguen haciéndolo, todo ese trabajo. Culpaban a los grupos de ser muy malos. Visigodos. ¿Dónde pensaban que estábamos? ¿ Nueva Orleáns? ¿ París? ¿ Moscú? ¿ Liverpool?.
Ellos, en cambio, ya entonces, estaban por encima del bien y del mal. ¿Ellos quienes? Los que manejan el cotarro, los que se reparten la pasta. Seguir el rastro del dinero es fácil, deja huellas imborrables. No se lo llevó Manolo Trujillo. Ni Fernando Acebal. Ni Thor, ni Orduña. Ni la inmensa mayoría de músicos que fueron, son, casi todos, saqueados en beneficio de una industria que, como tantas otras, paga miserablemente a sus trabajadores mientras reparte enormes beneficios entre intermediarios y empresarios.

El desarrollo normal de toda aquella ebullición hubiera sido muy diferente de haber seguido los acontecimientos su curso natural. Los visigodos no estaban dispuestos.
La música, la transmisión oral, la comunicación, siempre han provocado alarma en quienes ven peligrar su status de impostores. Al petrificar la música en los conventos de trapenses o momificarla en las procesiones, se intenta descargarla de cualquier contenido ajeno a lo religiosamente correcto. Despreciar la música que se hacía en las calles era despreciar las calles mismas. La élite y la gente. Un viejo pleito.

Los Doping ensayaban en el caño Argales. Tenían uno de aquellos locales claustrofóbicos forrados con cartones de huevos. Fernando Acebal y Kiko daban sus primeros pasos antes de ser los compositores de muchos repertorios: Sociedad Anónima, Automáticos, Hombres azules, La ley del ritmo. A los tambores estaba Ercilla, un tipo para el que desayunar en Moka es una prueba de elegancia.
Manolo Trujillo le llamaba “el brasileño”, seguramente por serlo.
Pronto aparecería Pirulo a cambiar el ritmo de los Doping. Rafael Martín “Pirulo”, percusionista, batería: Automáticos, el Correo. Con el tiempo llegarían los Celtas, las colaboraciones, las clases en la escuela municipal. Siempre bien colocado en “la pomada”, como algunos más que siguieron al Alacrán, pilló huequillo. Ahí sigue.

En la sala Borja, los curas, prestada o alquilada para la ocasión, ponían una de los hermanos Marx un sabado por la tarde del ochenta y pocos. Después de la película actuaba un grupo nuevo. Al bajo estaba una chica. Un lejano precedente de Nuria de La Jungla. A la batería un chavalín, el niño; acabaría por ser el motor de algunas de las bandas más conocidas del rocanrol en los Madriles. Puede que el guitarrista ya fuera Julio. Cantaba un tal Jimmy.
Ladys and gentlemen: The Fallen Idols.


Continuará

domingo, 25 de febrero de 2007

Pinchadiscos, pinchauvas y otras alimañas



Había muchas nieblas en los machacona y sospechosamente revisitados años ochenta.
Parece que el presente necesita un pasado justificatorio. Reconstruyendo aquel a nuestro antojo el hoy se sostiene. A duras penas. Lo cierto y verdad, mi querido Watson, es que el ser y el parecer no son la misma cosa. Por mucho voluntarismo que uno ponga Valladolid nunca ha sido Detroit, afortunadamente en según que casos.
Las “condiciones objetivas” de la época eran francamente desfavorables para hacerse ilusiones. Lo siguen siendo. Venimos de donde venimos. El solo hecho de que alguien cantara era ya motivo de sospecha y miraditas acusatorias. Si bailaba era directamente maricón o puta. Un pintor era un rojo del contubernio. Un escritor un testigo incomodo.
Un músico; menos que nada.
Es cierto que existía un conservatorio por lo militar. Ángeles Porres, Pedro Aizpurua, y otros musicófobos parecidos con, lamentablemente, muy pocas excepciones, ejercieron de disciplinados guardias de la antimúsica cloroformista y nacional católica, Santa Cecilia nos asista. En el Norte de Castilla aparecían a menudo Frechilla y Zuloaga como referente local de la “música culta”. Por mucho que las “fuerzas vivas” juraran por abruptos riscos escarpados lo que no era otra cosa que meseta, plana y llana, aquello era más bien poco en una ciudad que ya pasaba de los seiscientos mil pies.
La Orquesta que se montó entonces, con Bolaños, (innombrable y, precisamente por eso, reivindicable) pudo llegar mucho más lejos sino hubiese sido puesta permanentemente bajo sospecha por los visigodos. Si se hubiese integrado a los músicos en la ciudad en vez de mirarlos con la desconfianza de los castellanos viejos que detrás de los instrumentos solo veían, y siguen viendo, titiriteros. Benditos titiriteros.

Las orquestas de baile mantuvieron durante años una actividad profesional que hizo posible la música de creación que explotó en los ochenta. La gente del oficio, La Dennis Band o Angulo 80, por supuesto había más, transmitieron sus saberes instrumentales y técnicos, a los más jóvenes. Otros, los menos, aprendían solos, a lo bruto. Algunos no aprenderían nunca. En la calle las guitarras eléctricas, el infierno de Buñuel, habían llegado para quedarse.

Rober, al que siempre se añadía un explicativo, “el de Simancas”, andaba por aquellos tiempos dando guitarrazos muy revuelto con una extraña banda de nombre claro y conciso: Es igual o algo así o asao. Un recuerdo nebuloso me insinúa que llevaban, como batería, una lata vacía de gasolina. Jose Electrónica, posiblemente, en sus muchos años de carrera, nunca había sonorizado una lata; puso todo su interés, al fin y al cabo era la plaza mayor. Rober tendría después otros grupos tan estrambóticos como ese. Era, seguirá siendo, espero, un tío hiperactivo al que, como a otros, desactivan, parcialmente, con pastillas. Un poeta, un pintor y un bardo moderno. Maltratado, como tantos, no chupo culos ni jugó a posar y mantuvo su dignidad por encima del cretinismo rentable que tan bien les ha venido a algunos. Rober, el de Simancas, un artista indiscutible por más que todo se pueda discutir.

Doping, Vibraciones, desenchufa la enchufa, Polvo nupcial, Formación plástica, Primitive, Crónica Negra, Fallen Idols, Crom. El patio se iba animando, sin exagerar. En el Landó se daban carnés de enrrollao y personajes tangenciales, extramusicales, tan turbios como el Viudo o Carlos K, comenzaban a medrar olisqueando billetes; buitres leonados.
Ahora, falsificando el pasado, exigen una compensación; que les nombren algo por estar allí. Subsecretarios de la junta, comisarios de exposición, locutores de la COPE, algo, lo que sea. Su papel fue el de molestar todo lo que pudieron, que fue bastante, maltratar e insultar a los músicos, exigir a los grupos que tocaran gratis y dando las gracias por poder ser admitidos en locales que ofrecían a las bandas la posibilidad de “promocionarse”. Su labor consistió en hacerse autobombo a la japonesa y ningunear a los músicos hasta limites humillantes. Vaya cuajo, ahí siguen. De sus florecientes, unos más y otros menos, negocios detrás del escenario, mejor no hablar sin la presencia de un abogado. Son conocidos por todos.


En la foto: Polvo nupcial

Próxima entrega; toma el dinero y corre

martes, 13 de febrero de 2007

¿La calle es tuya?


La prensa vallisoletana, en 1983, era más bien escasita y pacata. Se editaba el eterno Norte de Castilla, ya en franca decadencia desde los tiempos de oro, con Manu Leguineche, y la desaparecida “Hoja del lunes”, encargada de rellenar entonces casi todo su espacio con las tortuosas andanzas de un tal Real Valladolid, recién ascendido a primera división.
En aquel papel semanal, vestigio del régimen, escribía Samuel Pablo Encinas sobre grupos y música. Tenía, además, un programa nocturno en la SER.
Samuel Pablo, hombre afable, orondo y hedonista, se reía mucho de todo, con buen criterio, y no se tomaba en serio la infalibilidad de las “fuerzas vivas”, ya fueran estas del casino o del “politburó”.
En sus entrevistas tuvieron tribuna para expresarse los músicos, muchos adolescentes, que pululaban por los escasos tugurios en los que se “celebraban” conciertos.

En aquella naciente veta radiofónica de información musical local, los estudios de Montero Calvo fueron, y lo seguirían siendo muchos años, testigos de primera mano de gran parte de lo que se hacía en la ciudad.
Emilio Cimas, solo se me ocurren cosas buenas de quien abandona el mundanal ruido para abrir una librería, fue otro de los que ayudó, mucho, a abrir las ventanas, a ventilar una ciudad con un tufo fuerte a cerrado y sacristía. Arias, Rosa, Piluca y algunos otros, de cuarenta principales, ayudaban como podían. Paco Forjas, Fede Gallego, Carlos Blanco. Lo mejor del periodismo de la ciudad puso, en algún momento, sus ojos, en lo que estaba pasando: La primera generación de jóvenes no franquista había tomado las calles. Había una banda sonora.


Rondaban por ahí los chavales, como motos, conquistando libertades nuevas. “Acreedores diversos” y “Bragas elásticas”, punkis en sentido estricto, con todo lo que eso conllevaba en aquel espacio- tiempo de incomprensión y desprecio, mostraban su propuesta rupturista por los escasos escenarios posibles.
“Camelot”, unos críos, sufrieron la traumática experiencia de ver morir a un compañero durante un concierto en la universidad. Antepasados directos de los celtas cortos o Triquel, tuvieron como alma mater a uno de los primeros “niños prodigio”, (Toño Carrasco, de familia de músicos, multiinstrumentista, se convertiría más tarde en lobo solitario), y al “Cone”, un clásico, con algo de la Normandie o la Bretaña, al bajo.
“Estado de coma”, gente de la Rubia, hacían rocanroles a Judas Iscariote y baladas a la novia. Utilizaban una escenografía de batas blancas y el “Mimos” como cuartel general para las nacientes hordas musicales en la zona sur.
“Pelotón de ejecución” paisanos combativos, con mucho que vocear atenazado en la garganta por decenios de gritos de rigor obligatorios y cuentos de hadas sobre un pasado oculto, peor que siniestro, y un presente con un cierto olor a chamusquina .

Todos ellos “outsiders”, francotiradores, buscaron en los primeros ochenta una puerta más allá de los círculos “chachis”, oficiales, voluntariamente onanistas, con todos los respetos para Onán, venerable personaje; esos que continuamente hablaban de si mismos autoalabandose, pasándose unos a otros la mano por el lomo, copiando la verborrea de los gurús nacionales para provincianos sin folleto sobre la modernidad: Vibraciones, rock de luxe, diario pop, Ordobás, Ruta 66.

El ayuntamiento, siempre tan original, organizó concursos anuales para grupos de rock. El primero lo ganaron los Cardiacos, leoneses de pro, tótem regional de la era pop, gente noble y sana, constructores de tremendas canciones. Habían sonado en todo el estado promocionando las noches del Toisón. Eran lo que hoy se llama profesionales de reconocido prestigio. Con aquel invento se llenaban muchas horas de escenario por muy poco dinero. Se empezaba a construir un trampantojo, sin invertir se hacía ver que existía una actividad capaz de sostenerse por sus propios medios. No era verdad.
Se empezaba a calibrar la posibilidad de dejar en manos de “la iniciativa privada” lo que ya muchos consideraban solo un negocio más; como poner copas de garrafón en el Landó, a precio de Vega Sicilia, o vender farlopa en los conciertos multitudinarios.

Continuará

viernes, 9 de febrero de 2007

1983 una odisea en el esgueva


En el año 83 el ayuntamiento editó un disco. Monolito. Objetivo Perdido, Reflejos, Analgésicos y Disidentes. Todos ellos, hoy día, míticos, legendarios, emblemáticos e imprescindibles, los cuatro adjetivos con los que Roberto Terne lleva perpetrando crónicas quince años. Un puñado de nombres propios a los que se puede seguir el rastro hasta el presente; cosas de la provincia, ya lo decía Delibes.

Los disidentes, sin duda los más transparentes, eran lo que parecían, un trío de punk dinamitero. Se ganaron el respeto de casi todos por su naturalidad; no había pose, no había truco, no había trampa ni cartón. Gente que intentaba expresarse con los medios a su alcance y lo conseguía. Son importantes en la memoria colectiva, sus berridos antifascistas tenían mucho sentido y eran oportunos. Ellos lo sabían.
Luix se retiró pronto tras algún amago. Miguel continuó con la batería igual de honesto, modesto y normal, lo que no era poco con la que estaba cayendo. Otro tipo ejemplar.
Luismi, el tercero en discordia, el bajista, más de lo mismo.

Objetivo Perdido, antes el tren de la bruja, fueron, mucho tiempo, las vacas sagradas de “aquello”. El grupo se dividía en dos: Manolo y Juan, nombres que serían recurrentes en el futuro inmediato, por un lado, pareja de hecho que se mantiene hoy en el proceloso mundo de las finanzas, y los demás, por otro. Tenían, ya entonces, a una escala minúscula de lo que vendría después, los “medios de producción”.
Un presunto equipo de sonido para alquilar, (de las eliminator al cielo), una presunta grabadora para maquetas urgentes, furgoneta para bolos surrealistas, contactos incipientes en el ayuntamiento, amistades influyentes en la radio, garitos. Lo tenían todo. En ese momento aun eran músicos pero vieron la jugada clara. Time is money.

Entre los “demás” hubo siempre buenas piezas. Chusma, el cantante locutor, Santi Santana, guitarrista, como su propio nombre indica, Cesar de Diego, teclista, Kiko Garrido, bajista, guitarrista y cantante, uno de los que estuvieron siempre al pie del cañón, con todo tipo de formaciones. Un señor músico, desde Doping hasta hoy.

Reflejos. Otro trío. Rafa Chail, Agustín y Luís. Los dos primeros en activo aún después de haber recorrido los locales de media ciudad. Hacían lo que podían y querían: Porropopop sin complejos. Tenía su merito. Más ahora que se vuelve al imaginario de los ochenta y se reivindica a los hombres G. Aparecerán inevitablemente en referencias posteriores como protagonistas que fueron de múltiples e inenarrables aventuras.

Apuntar, aprovechando que el Duero pasa por Tudela, que posiblemente el mejor momento de Agustín, (si él no me desmiente, lo que es su perfecto derecho), fue con el hoy, viernes nueve de febrero, más que justamente homenajeado, Manolo Trujillo; Rosas en Blanco y negro.

Analgésicos. Representaban, o intentaban representar, consciente o inconscientemente, la cara oscura del rock, el filo de la navaja, la ambigüedad. Víctor, el batería, aun en activo, era, en sus propias palabras, un machacaparches, como todos los demás, añado yo, sin ninguna intención de ofender sino todo lo contrario. Lo sigue siendo, dice.
Eso le honra. Un tipo particular con una apacible mirada y un lejano parecido físico al Wilko Johnson más anfetamínico. Creo recordar que estudiaba arquitectura, y, como todos los que escogen carreras de riesgo, hepático sobre todo, se apuntaba, se apunta, a un bombardeo.



Paquillo, agitador cultural, cantaba y se labraba un porvenir, incierto, como hechicero de la tribu. Espléndido promocionador de si mismo, como otros tantos“imprescindibles”
(no hay más que leer el texto de Carlos K, “requeteimprescindible máximo”, sobre la exposición que se inaugura hoy, donde se cita, cada dos líneas, la enorme importancia que tuvo discos k, su tienda, sin la cual no habríamos podido pasar los ciudadanos de bien, mientras se despacha con medio párrafo a cientos de músicos ) Paco Alvarado, decía, sería, algún año después, uno de los artífices de la Estándar oil. No adelantemos acontecimientos.
Julio Herguedas, a la guitarra, a mi muy corto entender, fue un inmediato antecedente de Piti y un chavalote plácido con el que daba gusto charlar un rato.
Juanra, a la otra guitarra, y Luís García, al bajo, completaban la formación.

El disco dicen que se pudrió en las mazmorras más profundas del ayuntamiento. Es posible e incluso probable. Mientras tanto, la marea de grupos seguía creciendo de día en día. Ya eran una auténtica plaga. Tantos que eran, simplemente, innumerables.

Mañana más.
Viaje a ninguna parte. De la estándar oil a la ruta del esgueva.

jueves, 8 de febrero de 2007

Músicos para después de una dictadura (sexo, drogas y rocanrol en la Pucela posfranquista)


Tener, o no tener, un local de ensayo, inmundo casi siempre, en la Pucela de los ochenta, la posesión de un simple habitáculo lleno de cacharros que no funcionaban para aspirantes a músicos o a estrellas del rock, se convirtió en una aventura mágica;
El show y el bussines, sobre todo el bussines, habían llegado a la anestesiada ciudad para quedarse.

Aquellas auténticas cuevas, húmedas y oscuras, pagadas a precio de duplex en Manhatan, lejanas catacumbas siempre en sitios inaccesibles para el común de los mortales, se llenaron de humo de porros, en el más ingenuo de los casos, un frío de giñarse y un ruido infernal.
Aparatos sonoros procedentes de los más dispares desguaces emitían cemento musical aglomerado, un flujo de mínimos suficiente para aturdir a la población perpleja ante las insuficiencias históricas heredadas y las circunstancias objetivas, perdidas o no.

En los alrededores del cementerio, en las últimas farolas del polígono, en los trasteros más diminutos o en las últimas casas molineras, dejabas un día la ventana abierta y te nacía dentro un grupo. Eran una especie relativamente nueva, una rara avis sañudamente perseguida que se creía en extinción; músicos.

Se reunían fuera del chiringuito más cercano a la cueva en tensas esperas llenas de tabaco cumpliendo una ley no escrita según la cual siempre tiene la llave quien llega el último. Aporreaban todo el tiempo bombos enormes, tambores estruendosos, timbales inmisericordes. Compraban pedales de distorsión para distorsionar la pura distorsión. Luego añadían el “wa-wa” y ponían el ampli a tope. Gritaban por un rudimentario micrófono roñoso, sujeto al pie con cinta aislante, como si tuvieran la necesidad vital de que los escucharan a muchos kilómetros de distancia, rompiendo barreras físico acústicas, buscando un improbable auditorio a través de las paredes, los trigales, los viñedos y siglos de garrote, sacristía o macramé.

Semejante fauna se reproducía a una velocidad asombrosa. Con cada festival aparecían grupos nuevos; chavalines estrambóticos chiflados por la música homeopática, jóvenes y duros rockeros, domadores de guitarras, a un botellín pegados, heavys reconcentrados en solos imposibles y en la locura del doble pedal, punkis primerizos tan autodestructivos que duraban tres conciertos, pop de naranja, pop de limón, pop de fresa, tangueros, rockabillies, posmodernos, góticos, electrónicos, mochis, celtas, medievalistas y la tuna.

Para muchos críticos y estudiosos de estos temas, hay gente para todo, incluso para desfilar en semana santa en silencio y de madrugada disfrazado de miembro del kkk, la primera piedra en la música urbana local, tal y como la entendemos hoy, la pusieron “Teja enmohecida”, tiempo todavía de “conjuntos”, semivivo el dictador, donde convivirían algunos de los protagonistas que iban a participar en convertir, pese a sus evidentes y nunca suficientemente agradecidos esfuerzos, una ciudad gris, en la ciudad beige que hoy conocemos; la historia de un fracaso colectivo.


De la teja enmohecida


Luís Moraleja, guitarrista después de “Clavel y Jazmín”, con éxito en la época,
(tic tac, tic, tac, mi corazón se pone a palpitar), un músico paciente y meticuloso que grabó en su estudio, enterita, la maqueta de la “Standard oil”, una barbaridad de grupos bárbaros, conformando, para una posteridad indeterminada, la radiografía del árido panorama musical en tierra de campos, sin tirarse al sólido y gélido Pisuerga. Santo varón.

Thor, o Tor, según se sea o no Marveliano, Santamaría, Toribio, flautista, uno de los señores más complejos de la farándula pucelana, escribía partituras en los bares, entre peta y peta, mientras tardaba veinte minutos en contestar, con un monosílabo siempre amable, a una pregunta sencilla del tipo: ¿Qué tal, Thor?
En su mundo de silencios y thc flotaban gnomos, caballeros alados, coros a lo Cármina Burana, talegos diminutos, flautas traveseras, pop de seda, discos de Jethro Tull.
Pasó al otro lado del espejo y cada vez le costaba más volver.

En su ciudad, esta ciudad maldita, tuvo el valor de dar un concierto, patio Herreriano, hoy día museo de la Aznaridad, sólo en el escenario, con la flauta y descalzo.
Al día siguiente en el Norte de Castilla, Fernando Valiño, protohistórico crítico de la sección de cultura y espectáculos, al que fueron bastantes los grupos despechados que propusieron secuestrar por escribir bien de sus amigos y mal de los demás, le dio a Thor un palo entre paternalista y distanciado. El periodista perspicaz, que cobraba por sus crónicas muy poco, pero siempre más que los músicos, a quien se consideraba de mal gusto retribuir por su trabajo, había descubierto, asombrado, que Thor no era ni Ian Anderson, ni Wayne Shorter. Catalogado ya desde entonces como “bicho raro” insistió grabando, tocando y componiendo en un lugar donde el sentido del ridículo ejercía su labor paralizante y el “estigma” tenía una tradición de siglos. Algún disco pequeño, alguna colaboración, el aislamiento. Thor murió hace unos años, arrinconado, tras matar el tiempo soñando con ultrasonidos en el “Lisboa”, la “Luna”, el “Catala” u otros bares “permisivos”. Lo que dejó grabado, con Kiko Garrido, con Pancho, con Oscar, con TS-09, con la agrupación José Santamaría, ahí está; inencontrable.

La Teja enmohecida crió también entre sus hongos y bongos a Oscar Astruga, siempre citado en los locales de ensayo con un respeto reverencial. Un batería de verdad. Casi un superhéroe. Tocó con todos en todas partes. No paró. No ha parado. De la teja a la cloaca letal, de Mecano a los experimentos con Piti, miles de conciertos a sus espaldas con decenas de formaciones. Ejemplo para todos aquellos piratas que se habían embarcado en la insensata tarea de encontrar el pálpito a una ciudad, referente en todas las conversaciones de aspirantes, fue de los que jugaron en primera división antes que nadie, incluido el pucela .

Subido en el mismo tejado Miguel Orrasco componía, compone, sin parar, como si fuera una enfermedad. Era y es, capaz de hacer una canción sobre cualquier cosa y graba con regularidad de artesano. Si había cerca una guitarra callejera Orrasco se acercaba, la pedía y empezaba a cantar muy bajito lo último que le rondaba la cabeza.
No frecuentaba el “cogollito de Tudela”. Un señor serio y formal que no estaba dispuesto a ser un mártir del rock ni a acabar, como los grandes, ahogado en su propia pota. En sus grabaciones están algunos de los músicos más impregnados en el adn de la ciudad; Piti, Oscar, Pancho. Músicos haciendo música. Peligro. Achtung.

El centro gravitatorio para aquella gente iniciática era una pequeña tienda de instrumentos usados y aparatófonos múltiples en la Rondilla. Allí, enterrado entre cajas y cachivaches, atendía, cuando no estaba Jose, un paisano mayor, simpático, operado de la garganta. Jose electrónica. Monolito.
La infraestructura técnica imprescindible para que la música de los locales saliera a la calle corrió a cargo de Jose. Surtió de material a todos los que se pertrechaban para transformar en watios sus obsesiones, sexuales o no. Es cierto que cobraba por ello, dando fe de nacimiento a la industria del show bussines en la remota ciudad de la meseta, pero, como a Rick en Casablanca, los ganadores le hubieran pagado mejor.
Que ganadores no importa.
Parapetado en la mesa de sonido parecía una mezcla de centurión romano mirando el fragor de una batalla complicada y un director de orquesta moldavo que soportara estoico los desafines de los músicos borrachos, los acoples naturales pero insufribles de los debutantes, el desparrame escénico de la tropa local. Un señor que sonorizaba a estrellas en EEUU o hacía giras de primeras figuras se ponía a disposición de los novatos con un tacto tridimensional. Se tomaba la molestia de escuchar. Era su profesión. Oír.


Y en esto llegó Fidel. Fidel tenía una oficina en la plaza mayor dedicada a la producción de espectáculos. Allí se organizaban los “eventos” musicales; desde la visita de los famosos hasta los grupos para San Mateo, carnavales y otras fiestas de guardar.
De Serrat o Miguel Ríos, a Candeal, Papafrita o el Tren de la bruja.
Fidel era un señor de edad indefinida con bigote y gafas, entre Groucho Marx y Espartaco Santoni, que paseaba continuamente por el tablado de la plaza mayor y todos los escenarios imaginables apremiando a la gente, intentando cumplir un horario que nadie podía, sabía ni quería cumplir. Tenía constantes pequeños negocios con el ayuntamiento de Rodríguez Bolaños.

Los socialistas de aquella época intentaron, sin conseguirlo, tarea de cíclopes, despertar a la ciudad de un profundo y sangriento letargo azul que había amodorrado una sociedad provinciana, mojigata y temerosa de dios, hasta embalsamarla en un “no tiempo” indefendible, la negación de la física por el torpe método de sostenella y no enmendalla.
Fidel vio el filón y se tiró a la piscina. No había agua. Todavía.
Nadie ha pisado más horas los escenarios pucelanos transicionales que Fidel García, de producciones Zero-La Frasca. Parecía un guardia de tráfico a punto de una congestión. La leyenda dice que tenía influyentes amigos en los círculos remadriles con los que habría compartido un lejano piso de juventud y a quienes podría llamar en cualquier momento para pedirles “un favor”. En ese anzuelo picaron muchos.
Se ganaba la vida. No salió de pobre ni fundó una multinacional. Los tiburones vendrían después convirtiendo a Fidel, a su pesar, en un sentimental.


El tercer palo del sombrajo que sujetó la carpa bajo la cual se escenificaría el circo del rocanrol local lo puso, como no podía ser menos, el ayuntamiento. Los alegres chicos de la fundación municipal de cultura. Posadas. El hombre de la ingeniería cultural, un peso pesado. La caricatura de un burócrata. Se trataba de repartir dinero. Dinero público.
Se repartió mal, muy injustamente. No se hizo la más mínima infraestructura que no fuera una triste sucesión de “cajas vacías” de las que hoy no queda nada.

Sociedad de apariencias, acomplejada, se cuidaba, sobre todo, el envoltorio. Nunca se confió en la gente, en las aportaciones de la calle, en una ciudad que intentaba organizarse y autogestionarse en lo posible, despertar. No estaba el horno para magdalenas. Todo tenía que estar dirigido, orientado, diseñado y empaquetado.
Émulos de Carlos III, soberbios, pensaban que los ciudadanos son como niños pequeños; lloran cuando les lavas la cara.
Hacían falta, según ellos, como ahora, 2007, comisarios absurdos para exposiciones de ombligos populares. Fidel y Posadas, con la inestimable ayuda de Varillas, ex joven de la concejalía de juventud, diseñaron el invento, que acabó en aborto, de una “movida local” inexistente, puro mimetismo de la capital, para homologar la ciudad a los tiempos que corrían. Lógico pero gregario. Comprensible pero estúpido. Otra caja vacía más. Esta era de música.


A la ciudad del dolor le costaba tanto cantar y bailar como cavar Los Torozos para reconocerse en un montón de huesos olvidados. Después de años de esterilidad habían conseguido convertirnos en la encarnación de aquello que Machado definió con tristeza fría; palurdos sin canciones. Nos habían robado la voz y la palabra. La canción.
La sustituyeron con cuentos. Digo, tan solo, lo que he visto…..

El ocio de cientos de jóvenes ilusionados, ilusionistas o simplemente ilusos, comenzaba a generar el esquema de un negocio que empezó con calderilla y llegaría a invertir en yenes, la moneda japonesa, las enormes ganancias del expolio.
Engrasar aquella maquina de generar billetes fue fácil solo hicieron falta dos cosas: Músicos, o sea carne para la picadora, y toneladas de cocaína, speed, caballo y hachis.
Ya había drogas, ya había un titubeante rocanrol. Solo faltaba el sexo. Allí estaba.
Un representante dudoso, de magos y ventrílocuos, buscaba una banda para una larga gira. Pagaba bien. El trabajo consistía en tocar durante un año en clubs de carretera acompañando el número asiático de una señorita y un pony. Nadie aceptó. Demasiado rocanrol en este estado de la unión.

Alguien del ayuntamiento decidió en 1983 que era buena idea sacar un disco con lo más parecido que encontraran en la ciudad a lo que se estaba cociendo en Madrid: La movida promovida. Grabar en aquella época era poco menos que un milagro de la purísima sangre. Los ungidos por los dioses menores municipales llenaron como buenamente pudieron un disco con sus dos caras, su portada y su cómic. (continuará)