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jueves, 8 de febrero de 2007

Músicos para después de una dictadura (sexo, drogas y rocanrol en la Pucela posfranquista)


Tener, o no tener, un local de ensayo, inmundo casi siempre, en la Pucela de los ochenta, la posesión de un simple habitáculo lleno de cacharros que no funcionaban para aspirantes a músicos o a estrellas del rock, se convirtió en una aventura mágica;
El show y el bussines, sobre todo el bussines, habían llegado a la anestesiada ciudad para quedarse.

Aquellas auténticas cuevas, húmedas y oscuras, pagadas a precio de duplex en Manhatan, lejanas catacumbas siempre en sitios inaccesibles para el común de los mortales, se llenaron de humo de porros, en el más ingenuo de los casos, un frío de giñarse y un ruido infernal.
Aparatos sonoros procedentes de los más dispares desguaces emitían cemento musical aglomerado, un flujo de mínimos suficiente para aturdir a la población perpleja ante las insuficiencias históricas heredadas y las circunstancias objetivas, perdidas o no.

En los alrededores del cementerio, en las últimas farolas del polígono, en los trasteros más diminutos o en las últimas casas molineras, dejabas un día la ventana abierta y te nacía dentro un grupo. Eran una especie relativamente nueva, una rara avis sañudamente perseguida que se creía en extinción; músicos.

Se reunían fuera del chiringuito más cercano a la cueva en tensas esperas llenas de tabaco cumpliendo una ley no escrita según la cual siempre tiene la llave quien llega el último. Aporreaban todo el tiempo bombos enormes, tambores estruendosos, timbales inmisericordes. Compraban pedales de distorsión para distorsionar la pura distorsión. Luego añadían el “wa-wa” y ponían el ampli a tope. Gritaban por un rudimentario micrófono roñoso, sujeto al pie con cinta aislante, como si tuvieran la necesidad vital de que los escucharan a muchos kilómetros de distancia, rompiendo barreras físico acústicas, buscando un improbable auditorio a través de las paredes, los trigales, los viñedos y siglos de garrote, sacristía o macramé.

Semejante fauna se reproducía a una velocidad asombrosa. Con cada festival aparecían grupos nuevos; chavalines estrambóticos chiflados por la música homeopática, jóvenes y duros rockeros, domadores de guitarras, a un botellín pegados, heavys reconcentrados en solos imposibles y en la locura del doble pedal, punkis primerizos tan autodestructivos que duraban tres conciertos, pop de naranja, pop de limón, pop de fresa, tangueros, rockabillies, posmodernos, góticos, electrónicos, mochis, celtas, medievalistas y la tuna.

Para muchos críticos y estudiosos de estos temas, hay gente para todo, incluso para desfilar en semana santa en silencio y de madrugada disfrazado de miembro del kkk, la primera piedra en la música urbana local, tal y como la entendemos hoy, la pusieron “Teja enmohecida”, tiempo todavía de “conjuntos”, semivivo el dictador, donde convivirían algunos de los protagonistas que iban a participar en convertir, pese a sus evidentes y nunca suficientemente agradecidos esfuerzos, una ciudad gris, en la ciudad beige que hoy conocemos; la historia de un fracaso colectivo.


De la teja enmohecida


Luís Moraleja, guitarrista después de “Clavel y Jazmín”, con éxito en la época,
(tic tac, tic, tac, mi corazón se pone a palpitar), un músico paciente y meticuloso que grabó en su estudio, enterita, la maqueta de la “Standard oil”, una barbaridad de grupos bárbaros, conformando, para una posteridad indeterminada, la radiografía del árido panorama musical en tierra de campos, sin tirarse al sólido y gélido Pisuerga. Santo varón.

Thor, o Tor, según se sea o no Marveliano, Santamaría, Toribio, flautista, uno de los señores más complejos de la farándula pucelana, escribía partituras en los bares, entre peta y peta, mientras tardaba veinte minutos en contestar, con un monosílabo siempre amable, a una pregunta sencilla del tipo: ¿Qué tal, Thor?
En su mundo de silencios y thc flotaban gnomos, caballeros alados, coros a lo Cármina Burana, talegos diminutos, flautas traveseras, pop de seda, discos de Jethro Tull.
Pasó al otro lado del espejo y cada vez le costaba más volver.

En su ciudad, esta ciudad maldita, tuvo el valor de dar un concierto, patio Herreriano, hoy día museo de la Aznaridad, sólo en el escenario, con la flauta y descalzo.
Al día siguiente en el Norte de Castilla, Fernando Valiño, protohistórico crítico de la sección de cultura y espectáculos, al que fueron bastantes los grupos despechados que propusieron secuestrar por escribir bien de sus amigos y mal de los demás, le dio a Thor un palo entre paternalista y distanciado. El periodista perspicaz, que cobraba por sus crónicas muy poco, pero siempre más que los músicos, a quien se consideraba de mal gusto retribuir por su trabajo, había descubierto, asombrado, que Thor no era ni Ian Anderson, ni Wayne Shorter. Catalogado ya desde entonces como “bicho raro” insistió grabando, tocando y componiendo en un lugar donde el sentido del ridículo ejercía su labor paralizante y el “estigma” tenía una tradición de siglos. Algún disco pequeño, alguna colaboración, el aislamiento. Thor murió hace unos años, arrinconado, tras matar el tiempo soñando con ultrasonidos en el “Lisboa”, la “Luna”, el “Catala” u otros bares “permisivos”. Lo que dejó grabado, con Kiko Garrido, con Pancho, con Oscar, con TS-09, con la agrupación José Santamaría, ahí está; inencontrable.

La Teja enmohecida crió también entre sus hongos y bongos a Oscar Astruga, siempre citado en los locales de ensayo con un respeto reverencial. Un batería de verdad. Casi un superhéroe. Tocó con todos en todas partes. No paró. No ha parado. De la teja a la cloaca letal, de Mecano a los experimentos con Piti, miles de conciertos a sus espaldas con decenas de formaciones. Ejemplo para todos aquellos piratas que se habían embarcado en la insensata tarea de encontrar el pálpito a una ciudad, referente en todas las conversaciones de aspirantes, fue de los que jugaron en primera división antes que nadie, incluido el pucela .

Subido en el mismo tejado Miguel Orrasco componía, compone, sin parar, como si fuera una enfermedad. Era y es, capaz de hacer una canción sobre cualquier cosa y graba con regularidad de artesano. Si había cerca una guitarra callejera Orrasco se acercaba, la pedía y empezaba a cantar muy bajito lo último que le rondaba la cabeza.
No frecuentaba el “cogollito de Tudela”. Un señor serio y formal que no estaba dispuesto a ser un mártir del rock ni a acabar, como los grandes, ahogado en su propia pota. En sus grabaciones están algunos de los músicos más impregnados en el adn de la ciudad; Piti, Oscar, Pancho. Músicos haciendo música. Peligro. Achtung.

El centro gravitatorio para aquella gente iniciática era una pequeña tienda de instrumentos usados y aparatófonos múltiples en la Rondilla. Allí, enterrado entre cajas y cachivaches, atendía, cuando no estaba Jose, un paisano mayor, simpático, operado de la garganta. Jose electrónica. Monolito.
La infraestructura técnica imprescindible para que la música de los locales saliera a la calle corrió a cargo de Jose. Surtió de material a todos los que se pertrechaban para transformar en watios sus obsesiones, sexuales o no. Es cierto que cobraba por ello, dando fe de nacimiento a la industria del show bussines en la remota ciudad de la meseta, pero, como a Rick en Casablanca, los ganadores le hubieran pagado mejor.
Que ganadores no importa.
Parapetado en la mesa de sonido parecía una mezcla de centurión romano mirando el fragor de una batalla complicada y un director de orquesta moldavo que soportara estoico los desafines de los músicos borrachos, los acoples naturales pero insufribles de los debutantes, el desparrame escénico de la tropa local. Un señor que sonorizaba a estrellas en EEUU o hacía giras de primeras figuras se ponía a disposición de los novatos con un tacto tridimensional. Se tomaba la molestia de escuchar. Era su profesión. Oír.


Y en esto llegó Fidel. Fidel tenía una oficina en la plaza mayor dedicada a la producción de espectáculos. Allí se organizaban los “eventos” musicales; desde la visita de los famosos hasta los grupos para San Mateo, carnavales y otras fiestas de guardar.
De Serrat o Miguel Ríos, a Candeal, Papafrita o el Tren de la bruja.
Fidel era un señor de edad indefinida con bigote y gafas, entre Groucho Marx y Espartaco Santoni, que paseaba continuamente por el tablado de la plaza mayor y todos los escenarios imaginables apremiando a la gente, intentando cumplir un horario que nadie podía, sabía ni quería cumplir. Tenía constantes pequeños negocios con el ayuntamiento de Rodríguez Bolaños.

Los socialistas de aquella época intentaron, sin conseguirlo, tarea de cíclopes, despertar a la ciudad de un profundo y sangriento letargo azul que había amodorrado una sociedad provinciana, mojigata y temerosa de dios, hasta embalsamarla en un “no tiempo” indefendible, la negación de la física por el torpe método de sostenella y no enmendalla.
Fidel vio el filón y se tiró a la piscina. No había agua. Todavía.
Nadie ha pisado más horas los escenarios pucelanos transicionales que Fidel García, de producciones Zero-La Frasca. Parecía un guardia de tráfico a punto de una congestión. La leyenda dice que tenía influyentes amigos en los círculos remadriles con los que habría compartido un lejano piso de juventud y a quienes podría llamar en cualquier momento para pedirles “un favor”. En ese anzuelo picaron muchos.
Se ganaba la vida. No salió de pobre ni fundó una multinacional. Los tiburones vendrían después convirtiendo a Fidel, a su pesar, en un sentimental.


El tercer palo del sombrajo que sujetó la carpa bajo la cual se escenificaría el circo del rocanrol local lo puso, como no podía ser menos, el ayuntamiento. Los alegres chicos de la fundación municipal de cultura. Posadas. El hombre de la ingeniería cultural, un peso pesado. La caricatura de un burócrata. Se trataba de repartir dinero. Dinero público.
Se repartió mal, muy injustamente. No se hizo la más mínima infraestructura que no fuera una triste sucesión de “cajas vacías” de las que hoy no queda nada.

Sociedad de apariencias, acomplejada, se cuidaba, sobre todo, el envoltorio. Nunca se confió en la gente, en las aportaciones de la calle, en una ciudad que intentaba organizarse y autogestionarse en lo posible, despertar. No estaba el horno para magdalenas. Todo tenía que estar dirigido, orientado, diseñado y empaquetado.
Émulos de Carlos III, soberbios, pensaban que los ciudadanos son como niños pequeños; lloran cuando les lavas la cara.
Hacían falta, según ellos, como ahora, 2007, comisarios absurdos para exposiciones de ombligos populares. Fidel y Posadas, con la inestimable ayuda de Varillas, ex joven de la concejalía de juventud, diseñaron el invento, que acabó en aborto, de una “movida local” inexistente, puro mimetismo de la capital, para homologar la ciudad a los tiempos que corrían. Lógico pero gregario. Comprensible pero estúpido. Otra caja vacía más. Esta era de música.


A la ciudad del dolor le costaba tanto cantar y bailar como cavar Los Torozos para reconocerse en un montón de huesos olvidados. Después de años de esterilidad habían conseguido convertirnos en la encarnación de aquello que Machado definió con tristeza fría; palurdos sin canciones. Nos habían robado la voz y la palabra. La canción.
La sustituyeron con cuentos. Digo, tan solo, lo que he visto…..

El ocio de cientos de jóvenes ilusionados, ilusionistas o simplemente ilusos, comenzaba a generar el esquema de un negocio que empezó con calderilla y llegaría a invertir en yenes, la moneda japonesa, las enormes ganancias del expolio.
Engrasar aquella maquina de generar billetes fue fácil solo hicieron falta dos cosas: Músicos, o sea carne para la picadora, y toneladas de cocaína, speed, caballo y hachis.
Ya había drogas, ya había un titubeante rocanrol. Solo faltaba el sexo. Allí estaba.
Un representante dudoso, de magos y ventrílocuos, buscaba una banda para una larga gira. Pagaba bien. El trabajo consistía en tocar durante un año en clubs de carretera acompañando el número asiático de una señorita y un pony. Nadie aceptó. Demasiado rocanrol en este estado de la unión.

Alguien del ayuntamiento decidió en 1983 que era buena idea sacar un disco con lo más parecido que encontraran en la ciudad a lo que se estaba cociendo en Madrid: La movida promovida. Grabar en aquella época era poco menos que un milagro de la purísima sangre. Los ungidos por los dioses menores municipales llenaron como buenamente pudieron un disco con sus dos caras, su portada y su cómic. (continuará)

13 comentarios:

Anónimo dijo...

No se quien eres, si que esres un pobre hombre resentido y amargado y cursi por la fotoque publicas, sin idea de la historia de esta ciudad

Anónimo dijo...

¿Para cuando la continuación? Nos tienes en "pascuas"...

Anónimo dijo...

Aquí también

Anónimo dijo...

da gusto leerte chico...

se nota que sabes bien de lo que hablas-comunicas...

gracias por escribir un poco de historia enterrada en el tiempo

salu

Anónimo dijo...

No quiero recordar que edad tendría. En cualquier caso, no quedaba muy lejos la del pavo. Y tampoco quiero entrar a consultar las Crónicas para datar con algún rigor qué año sería aquel en que asistí a un concierto de Teja Enmohecida. Pero sí recuerdo que ya eran parque lo que habían sido toda la vida, quiero decir la mía, unas hectáreas de cereal tras la tapia de la finca de Los Ingleses. Lo recuerdo porque allí se celebró, subidas las laderas arboladas de aquel parque del que ni siquiera sé si todavía existe. También recuerdo algún cartel por el barrio, la foto del grupo a tamaño escaparate, y las caras de envidia respetuosa que poníamos mientras señalábamos a uno y otro. Mira, decía alguno de nosotros, ese es Óscar y ese, Pablo, el bajista. Y habíamos oído que Thor tocaba la flauta igual que Ian Anderson, con una pierna acigüeñada. Y que hacían versiones de King Crimson. Y así debía de ser, porque lo que queda del concierto en mi memoria es una sensación agradable de la noche entre los árboles y un par de piezas de la Corte del Rey Fripp que, a nuestro entender de entonces, dejaron clavadas. Soy incapaz de decir el año exacto. Recuerdo que comenzaba por aquel tiempo el boom demográfico de los hijos de Epitaphio y que, efectivamente, ya moribundeaba aquel general con voz de mariquita del que, como me sucede con el parque, ni siquiera sé si todavía existe.

Anónimo dijo...

Sigue escribiendo, hombre!

Anónimo dijo...

Me gusta mucho tu artículo, eres bueno tío, pero yo soy uno de los que tocó en ese disco, que se como se hizo y quien lo mandó hacer, y te digo que todos éramos aprendices de músicos de verdad, oyentes de mucha música, con referencias, y que queíamos expresarnos a través de ella. Fue bueno grabar en Madrid, en un buen estudio, con un buen técnico, y dejar plasmado un momento vital.... Por lo demás, se podría haber hecho mejor, por parte de todos. Por cierto, tu ¿Que aportaste?

Anónimo dijo...

me sorprende,que hablando de,DE TEJA ENMOHECIDA ,probablemente el gupo mas importante que esta ciudad ha dado,se omita,no se si por ignorancia,al alma mater de la banda,PABLO GARCIA BLANCO (MANRRU),que fue quien formo el grupo junto a THOR SANTAMARIA.

Anónimo dijo...

Me alegra haber leído el comentario precedente porque yo también había echado en falta alguna referencia a Pablo en lo escrito sobre Teja Enmohecida. Sí que había reparado, sin embargo, que se le menciona junto a Thor y Óscar en otro de los comentarios anteriores (curioso comentario, por cierto).

Anónimo dijo...

como es la Omertá pucelana...todos callaos como putas.....

Anónimo dijo...

La Teja ayudo a culturizar un poco mas a los pucelanos, aúpa Oscar, tú si que eres un grande, muy grande

santiago lorenzo dijo...

El Posadas ese era un desastre al que parecía que pagaban por joder las cosas, en vez de por arreglarlas. El típico caciquín en plaza que más allá del Pisuerga no sabía ni por dónde le daba el aire. ¿Le habrán jubilado ya? ¿Se habrá muerto de asco?

Anónimo dijo...

Sigue con mando en plaza. Está en la dirección del LAVA, un chiringuito que construyó De La Riva. La ingeniería cultural es lo que tiene. Siempre hay algún puestín. O puestón.